Una chica sentada en una silla roja en la playa contaminando la vista

En un mundo donde las nubes tienen forma de relojes derretidos y los árboles susurran recetas de cocina al viento, las mujeres solteras han comenzado a multiplicarse como reflejos en un espejo roto. No es una epidemia, ni un capricho del destino, sino una danza cósmica de liberación que sacude los cimientos de lo que alguna vez llamamos “normalidad”. Las calles, llenas de transeúntes con sombreros parlantes, son testigos de una revolución silenciosa: las solteras sonríen más, caminan con pasos que resuenan como tambores de jazz y llevan en sus bolsillos constelaciones enteras de sueños sin dueño.

“Muchos hombres no saben estar a la altura”, dice Clara, una mujer de treinta y siete años que, según ella misma, vive en un ático flotante sobre un océano de naranjas. No es una metáfora: desde su ventana se ven cáscaras flotando como balsas y gaviotas cantando ópera. Clara dejó de buscar pareja cuando descubrió que podía conversar con su sombra, quien, asegura, tiene mejores historias que cualquier cita a ciegas. “Los hombres llegan con maletas llenas de promesas rotas y relojes que no marcan la hora. Yo prefiero tejer mis días con hilos de luciérnagas”, explica mientras un pez volador atraviesa la habitación.

El fenómeno no pasa desapercibido. En las plazas públicas, donde los bancos discuten entre sí sobre filosofía, las estadísticas cobran vida y caminan entre la gente. Una de ellas, con forma de mujer de papel maché y voz de campana, anuncia: “El 73% de las solteras reportan niveles de felicidad superiores a los de un elefante bailando tango bajo la luna”. Nadie sabe de dónde sacó los datos, pero todos asienten, hipnotizados por el eco de sus palabras.

Por otro lado, los hombres parecen atrapados en un laberinto de espejos deformantes. Algunos, con corbatas que cambian de color según su estado de ánimo, intentan descifrar el manual invisible de “estar a la altura”. Otros, más pragmáticos, han optado por convertirse en farolas parlantes, iluminando las noches de las solteras sin pedir nada a cambio. “Es lo menos que puedo hacer”, dice uno de ellos, cuya luz parpadea al son de una balada olvidada.

En este paisaje surrealista, las solteras no solo se han liberado de las cadenas del romanticismo tradicional, sino que han comenzado a redefinir el cielo. Literalmente. Cada noche, suben a sus tejados con pinceles gigantes y pintan nuevas constelaciones: la Gran Sandia, el Gato de Tres Colas, la Risa Eterna. “No necesitamos príncipes ni dragones”, afirma Sofía, una escultora que vive en una casa hecha de burbujas. “Nosotras somos el cuento, el castillo y la tormenta”.

Mientras tanto, el tiempo se retuerce como un pretzel en manos de un niño curioso. Las solteras no envejecen; en cambio, se transforman en versiones más brillantes de sí mismas, como lámparas que alguien olvidó apagar. Los hombres, desconcertados, buscan respuestas en libros que se escriben solos y en pájaros que recitan poesía al revés. Pero el mensaje es claro: la felicidad no espera en la otra orilla del río. Está aquí, en los zapatos que bailan solos, en las tazas de té que flotan sobre la mesa, en las mujeres que han decidido ser su propio sol.

Y así, en este mundo donde los semáforos cantan boleros y las aceras se mueven como cintas transportadoras, las solteras avanzan, felices, ingrávidas, dejando tras de sí un rastro de plumas doradas y risas que nadie puede atrapar. Porque, al final, estar a la altura no es cuestión de altura, sino de saber volar sin alas.

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