El Gobierno anuncia un plan “emocional” para combatir la precariedad: enseñar a los niños a gestionar la frustración cuando sus padres no llegan a fin de mes.
“Papá, ¿por qué no podemos ir al cine?”
“Porque están todas las entradas agotadas, cariño.”
Esa es la respuesta oficial de Juan Manuel Rodríguez, padre de dos y experto en mentiras piadosas, cuando su hija de ocho años le pregunta por qué no pueden ver la nueva película de animación donde los muñecos cantan sobre la esperanza y la amistad mientras comen sushi.
La verdad, claro, es otra: no puede permitírselo. Las entradas, más las palomitas, más el refresco, más el suplemento por haber respirado dentro del cine, suman el equivalente al presupuesto semanal de la familia. Y no es que viva mal. Tiene trabajo. De hecho, dos. Pero como todo el mundo sabe, tener trabajo en España es más una afición que una garantía de supervivencia.
“Me da vergüenza reconocerlo, pero tengo que elegir entre ir al cine o comprar detergente. Y claro, sin detergente el cine huele a miseria”, explica Juan Manuel mientras sujeta con orgullo una camiseta que lleva la cara de Bugs Bunny descolorida por el tiempo y la desesperanza.
El auge del “cine imaginario”
La situación de Juan Manuel no es aislada. Según un reciente estudio del Instituto Nacional de Estadística y Desmotivación, el 63% de los padres españoles confiesa haber mentido a sus hijos en el último mes para ocultar su precariedad.
Las mentiras más comunes son:
- “No hay entradas para el cine.”
- “El Burger King está cerrado por reformas.”
- “Papá no está llorando, está meditando con los ojos mojados.”
Ante este panorama, ha surgido una nueva tendencia social: el cine imaginario.
“Nos sentamos en el sofá, apagamos la luz y fingimos que estamos en una sala. Yo hago los ruidos del tráiler, mi mujer vende palomitas falsas, y los niños se ríen como si todo fuera real. Es bonito… hasta que empieza la película y recuerdas que no hay ninguna”, comenta con resignación un vecino de Alcorcón, que pide mantenerse en el anonimato “por dignidad y porque no quiere que su suegra se entere de que no tiene Prime Video”.
El Ministerio de Igualdad Económica Emocional
El Gobierno, siempre sensible a las metáforas tristes, ha anunciado un nuevo plan para abordar la pobreza “desde el punto de vista narrativo”.
La ministra de Igualdad Económica Emocional, Estefanía Torres, ha declarado:
“No podemos erradicar la pobreza, pero sí podemos cambiar la manera en que la contamos. Si enseñamos a los niños que no ir al cine también es una experiencia cultural, quizá logremos una sociedad más resiliente y menos exigente.”
El plan incluye talleres de autoengaño constructivo, clases de gestión emocional ante la pobreza y subvenciones para imprimir frases motivadoras como “No tienes dinero, pero tienes valores” o “La felicidad no cuesta, salvo el IVA”.
La oposición ha criticado duramente la iniciativa, asegurando que “lo único que enseña es a llorar con estilo”. Desde el PP proponen algo más tangible: repartir vales para que los pobres puedan ver una película al año, “siempre y cuando no sea francesa”.
El retorno del trueque: cine a cambio de favores
En algunos barrios de clase trabajadora, los cines han comenzado a adaptarse al contexto.
“Nosotros ya aceptamos pagos en especie”, explica el encargado de un cine en Vallecas. “Una señora nos trajo seis tupper de croquetas y una plancha. Le dejamos ver Inside Out 2 con toda la familia.”
Esta iniciativa ha generado una economía alternativa conocida como CineCoin, basada en el intercambio emocional.
“Yo limpié la sala después de la proyección y me dieron una entrada para la próxima semana. Si me toca una película buena, igual hasta barro el techo”, cuenta Paco, un vecino del barrio que asegura no recordar la última vez que compró algo con dinero real.
El fenómeno se está extendiendo. Ya hay peluquerías que ofrecen “cortes solidarios” a cambio de abrazos sinceros, y gasolineras que aceptan lágrimas certificadas por notario.
Pobreza premium: la nueva tendencia urbana
Mientras tanto, en las zonas más “creativas” de las grandes ciudades, la pobreza se ha puesto de moda.
En Malasaña, el bar “El Hijo del Desempleado” ofrece cafés a 3,80 € en tazas desconchadas “para que los clientes experimenten la autenticidad de no poder más”.
“Nosotros no vendemos café, vendemos experiencia socioeconómica”, dice la dueña, con un jersey de lana sostenible que cuesta lo mismo que una mensualidad de hipoteca.
Los clientes, jóvenes con aire bohemio y problemas de Wi-Fi, acuden a compartir su sufrimiento voluntario.
“Es que la precariedad tiene un encanto vintage”, comenta Clara, una diseñadora gráfica que gana 1.100 € y paga 950 € de alquiler. “Vivir así me hace sentir parte de algo… aunque no sé muy bien de qué.”
La nueva clase invisible
España ha desarrollado una habilidad admirable: mantener la ilusión de normalidad en medio del colapso económico.
Los pobres ya no parecen pobres. Van limpios, tienen móvil, y hasta una cuenta en Netflix compartida con siete primos.
“Es una pobreza silenciosa, higiénica y con fibra óptica”, explica la socióloga Marta Garmendia. “Una miseria que se disfraza de estabilidad mientras la gente sigue buscando monedas entre los cojines del sofá.”
El informe anual del Observatorio de la Resiliencia Sostenible indica que el 48% de los hogares vive con ansiedad económica crónica, el 32% ha reducido el consumo de carne y el 20% ha aprendido a hacer sofrito con lágrimas y esperanza.
“Antes era pobre, pero no lo sabía”
Algunos expertos aseguran que la mayor tragedia no es la pobreza material, sino la pérdida de ilusión.
“Antes al menos soñabas con mejorar”, dice una mujer de 60 años que prefiere no dar su nombre. “Ahora sueñas con no empeorar. Y si tienes suerte, te dejan dormir sin anuncios.”
En las redes sociales, proliferan los mensajes de apoyo entre la clase media empobrecida.
Uno de los más virales reza:
“No eres pobre, eres un inversor en experiencias negativas.”
Mientras tanto, influencers de vida consciente recomiendan aceptar la precariedad “como un estilo de vida”.
“Comer arroz blanco tres días seguidos no es pobreza, es detox financiero”, explica un coach de bienestar con sonrisa de alquiler.
La hija de Juan Manuel, protagonista involuntaria
La historia vuelve a Juan Manuel y su hija.
El pasado fin de semana, la niña le preguntó otra vez si podían ir al cine.
Esta vez él respiró hondo, miró al techo y respondió:
“Claro que sí, pero en casa.”
Con una sábana blanca y un proyector prestado, improvisaron una sala de cine en el salón. Ella comió palomitas falsas de papel, y él lloró en silencio mientras fingía que todo estaba bien.
“Al final no se trata de la película, sino de estar juntos”, dice con ternura, aunque sabe que esa frase se la inventó el ministro de Cultura en una rueda de prensa.
Un país que sobrevive a base de excusas
España, país de bares cerrados a medias, nóminas que no llegan y alquileres que ríen en tu cara, sigue tirando de ingenio para sobrevivir.
El relato oficial habla de recuperación, crecimiento y modernización, pero el relato doméstico dice otra cosa:
- “No hay entradas para el cine.”
- “Ya comimos fuera ayer, aunque haya sido hace seis meses.”
- “La felicidad no está en el dinero, está en el aire… aunque el aire también subió.”
A falta de soluciones estructurales, los ciudadanos se refugian en el humor.
Porque si no puedes pagar la risa, al menos puedes fingirla.
La esperanza: un bien escaso pero renovable
A pesar de todo, en España sigue habiendo esperanza.
Una esperanza humilde, que viaja en transporte público y se cuela por las grietas del cansancio.
Está en el abrazo del padre que improvisa un cine, en la madre que hace magia con un euro, en los jóvenes que aún creen que todo esto puede cambiar.
Quizá no haya entradas para el cine, pero hay historias.
Y mientras haya alguien que las cuente —aunque sea entre facturas y recibos—, la película sigue.
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