En tiempos donde las discusiones políticas se han convertido en una especie de deporte extremo, hemos descubierto una nueva forma de entretenimiento: el arte de etiquetar a alguien como fascista. No importa si la persona en cuestión ha expresado una opinión ligeramente conservadora o si simplemente ha recomendado un libro de historia que no está en la lista de lecturas aprobadas por el club de la corrección política. Basta con un comentario fuera de tono y ¡voilà!, ya tenemos a nuestro fascista del día.
Lo más fascinante es cómo, al pronunciar la palabra “fascista”, experimentamos una especie de subidón moral. Es como si estuviéramos corrigiendo el curso de la historia con una sola palabra. ¿No te gusta ese político? Es fascista. ¿Te disgusta la política económica de tu vecino? Seguro que tiene un retrato de Mussolini en su cuarto secreto. La facilidad con la que se lanza este término ha convertido el debate en un concurso de quién puede gritar más alto y con más convicción.
Pero, ¿qué pasa con el significado real de la palabra? Ah, detalles menores. La palabra ‘fascista’ ha evolucionado en nuestra sociedad a un insulto universal, una especie de comodín en el bingo de la discusión política. Es tan versátil que puedes usarla para cualquier cosa, desde criticar la gestión de residuos hasta la elección del color de las cortinas en el ayuntamiento.
Además, usar la palabra fascista nos da una sensación de superioridad intelectual. Te sientes como un historiador, un filósofo, un guardián de la democracia, todo en uno. Pero, ¿realmente estamos educando a la sociedad o simplemente alimentando nuestra propia vanidad? Al fin y al cabo, es más fácil ponerle una etiqueta a alguien y sentirse moralmente superior que tener una conversación constructiva sobre ideologías, políticas y valores.
Así que, la próxima vez que te sientas tentado a soltar la F-palabra en un debate, recuerda: podrías estar disfrutando del perverso placer de simplificar la complejidad humana, pero a cambio, estás contribuyendo a una cultura donde el diálogo se reemplaza por el grito. Y en esa cacofonía, la verdadera historia y sus enseñanzas se pierden, mientras nosotros nos sentimos como héroes de una batalla que ni siquiera estamos luchando.