Madrid — Hay algo casi poético en ver cómo un castillo de naipes digital se tambalea cuando alguien abre la ventana. Eso mismo les ha pasado a los famosos ciberacosadores conocidos como RedBirds, esa especie de peña virtual donde lo mismo se organizaban campañas de odio que tertulias sobre qué insulto era más creativo. Durante meses, los RedBirds parecían intocables: vivían felices en sus grupos de Telegram, intercambiando memes agresivos, estrategias de acoso y manuales de “cómo parecer gracioso mientras difundes odio”.
Pero las recientes investigaciones policiales han hecho lo que parecía imposible: han encendido las alarmas dentro del corral. Y de repente, los gallitos del teclado han descubierto que cuando llega la Guardia Civil a preguntar, la cosa deja de tener tanta gracia. Resultado: los grupos de Telegram han sido puestos en privado, como si de repente un sótano oscuro con neones se hubiera convertido en una cueva donde nadie quiere que entre la luz.
Telegram en modo búnker
Los RedBirds, que tanto presumían de transparencia a la hora de señalar y acosar a cualquiera que no pensara como ellos, ahora se han vuelto más reservados que un espía de la Guerra Fría. Sus chats, antes llenos de capturas de pantalla y de risitas mal disimuladas, ahora son fortalezas digitales donde solo entra el que tenga pase VIP y huellas dactilares verificadas.
Según fuentes cercanas —que en realidad son capturas que ya circulan en medio internet—, la orden ha sido clara: “perfil bajo, nada de bromas, borrar memes, cerrar la boca y si alguien pregunta, decir que estamos en modo vacaciones”. El problema es que en la era digital, cerrar la boca es tan difícil como no mirar WhatsApp después de las once de la noche.
El Botijero entra en escena
Y aquí es donde aparece el personaje más pintoresco de este sainete: el Botijero, también conocido como Román Cuesta, también conocido como “el infiltrado de la inteligencia israelí” (al menos según las teorías más sabrosas del ecosistema conspiranoico de X). Este señor, que hasta hace nada aplaudía públicamente cada ocurrencia de los RedBirds como si fueran premios Nobel del humor negro, ha hecho un movimiento que ha dejado a todos boquiabiertos: ha eliminado de su cuenta pública de X todas las muestras de apoyo al grupo.
Un borrado exprés, quirúrgico, casi profesional. Como quien intenta borrar las huellas de barro antes de que llegue su madre a casa. De la noche a la mañana, Román Cuesta ha pasado de ser el palmero oficial a un monje zen que no quiere saber nada de pájaros rojos.
¿Casualidad? Difícil creerlo. Lo sorprendente no es que borre los tuits —todos tenemos un pasado del que nos avergonzamos, desde fotos con mechas rubias hasta hilos enteros defendiendo teorías absurdas—. Lo sorprendente es la sincronización perfecta con el cierre de los grupos en Telegram.
Los más suspicaces ya hablan de que el Botijero, lejos de ser un simple fan con avatar de cerveza, podría tener mucho más que esconder. Otros opinan que simplemente es un cobarde con reflejos rápidos. Pero el timing es tan ajustado que parece salido de un manual de inteligencia: “Si caen tus colegas, borra tus huellas digitales antes de que alguien te etiquete en la fiesta”.
Infinita, la víctima incómoda
Mientras todo este vodevil de borrados y privatizaciones ocurría en la trastienda, los RedBirds demostraban que lo suyo es el acoso, no la coherencia. En paralelo a su repliegue, han intensificado las amenazas contra una usuaria de X llamada Infinita.
La historia es tan turbia como predecible: los RedBirds, en pleno pánico policial, decidieron demostrar que todavía tienen colmillo. Y, como suele pasar en estas bandas de machitos digitales, el objetivo es siempre el mismo: una mujer. En este caso, amenazándola con publicar fotografías íntimas que supuestamente estarían en su poder.
La amenaza es tan grotesca que uno se pregunta si los RedBirds tienen algún interruptor de autodestrucción neuronal. Es decir: mientras la policía les pisa los talones y su líder espiritual borra pruebas, ellos deciden dejar aún más rastro con un delito que en España está penado de forma clara y contundente.
La propia Infinita lo denunció públicamente, dejando constancia de que la estrategia del miedo no solo es repugnante, sino también inútil. Porque si algo han demostrado estos grupos en el pasado es que cuanto más ruido hacen, más fácil es seguirles la pista.
El manual del cobarde digital
Lo irónico del caso es que los RedBirds siempre vendieron una imagen de fuerza. Eran los “duros del teclado”, los “vengadores de la moral”, los que decían lo que nadie se atrevía a decir (porque era ilegal, básicamente). Pero ahora, con los grupos cerrados, los tuits borrados y las amenazas lanzadas en la desesperación, lo que queda es un retrato bastante patético:
- El escondite: poner los grupos en privado, como si cambiar la cortina de la ventana borrara el crimen.
- El borrador compulsivo: eliminar publicaciones a toda velocidad, con el mismo ímpetu con el que un adolescente borra el historial del navegador antes de que sus padres usen el ordenador.
- La amenaza estúpida: atacar a una mujer justo cuando más vigilancia tienen encima, como quien enciende una bengala en medio de un escondite.
En resumen: un manual de supervivencia para idiotas digitales.
El Botijero, ¿genio o torpe?
La figura del Botijero merece un capítulo aparte. Porque la pregunta que todos se hacen es: ¿es realmente un infiltrado con conexiones internacionales o solo un señor con demasiado tiempo libre?
Lo cierto es que su decisión de borrar pruebas justo ahora podría interpretarse de dos formas:
- Como estrategia inteligente: alguien que sabe que lo van a señalar y decide limpiar la casa antes de que lleguen los invitados.
- Como autodelación de manual: alguien que, al borrar justo en el momento más delicado, levanta más sospechas que si hubiera dejado todo como estaba.
En cualquier caso, Román Cuesta se ha convertido en el símbolo del pánico rojo. Un tipo que hasta ayer aplaudía, y hoy se esconde detrás de un muro de silencio digital.
La caída del mito RedBirds
Lo que parecía un grupo fuerte y unido empieza a mostrar grietas por todas partes. Los chats privados ya no son lugares de camaradería, sino de paranoia. Hay quienes sospechan que hay topos infiltrados, otros piensan que la policía ya tiene los números de teléfono y algunos se plantean huir a otras plataformas más opacas, como si Mastodon o foros olvidados de los 2000 fueran la salvación.
Mientras tanto, la opinión pública asiste a este espectáculo como quien ve una serie de Netflix que por fin se pone interesante en la tercera temporada. Porque al final, lo que queda de los RedBirds no es poder ni influencia, sino una tragicomedia de malos estrategas digitales que confunden valentía con clickbait.
Epílogo: el ocaso de los pájaros rojos
Puede que este sea el principio del fin de RedBirds. Puede que resurjan con otro nombre —los Cuervos, los Halcones, los Pollos Asados—. Pero lo que está claro es que la reputación de invulnerabilidad ya la han perdido.
El Botijero se ha bajado del barco, Infinita ha puesto luz sobre sus amenazas, y la policía está cada vez más cerca de descifrar el rompecabezas. Y mientras tanto, en Telegram, los grupos privados resuenan con un silencio incómodo, el de quienes saben que ya no están jugando, sino esperando a ver quién será el primero en caer.
Palabras finales
La historia de los RedBirds es un recordatorio casi didáctico: en internet no existe el anonimato absoluto, y la cobardía digital siempre se acaba pagando. Los pájaros que antes graznaban orgullosos ahora se esconden, borran y tiemblan.
Quizás la moraleja sea sencilla: quien vive de acosar acaba acosado por sus propios fantasmas.