Madrid, 30 de junio de 2025. El país ha vuelto a vivir una de esas tormentas digitales que hacen replantearse a uno si de verdad merecemos la fibra óptica o si lo mejor sería volver a comunicarnos con señales de humo. La periodista y activista Sarah Pérez Santaolalla ha sido protagonista de una de las funas más virulentas de los últimos tiempos tras su intervención en un programa de RTVE que nadie recuerda cómo se llama, pero que al parecer vieron tres personas, dos de ellas dispuestas a odiar todo lo que diga.
Lo que comenzó como un comentario aparentemente inocuo, cargado de jerga posmoderna y acompañado de algún que otro “crixs”, ha desembocado en un huracán de insultos, amenazas y gifs de Peppa Pig llorando en 4K. Aunque el motivo real de la funa se ha perdido entre tanto ruido, lo cierto es que ya da igual: la maquinaria del escarnio colectivo ya está en marcha, y nadie parece tener la más mínima intención de buscar el botón de stop.
“Me dijeron que apagase el móvil y ahora me llega odio por el microondas”
Santaolalla, que en las últimas 48 horas ha recibido más menciones que Rosalía en la Met Gala, publicó un extenso comunicado titulado “Quien pueda hacer, que haga… pero por favor, con ortografía”, en el que denuncia ser víctima de una campaña coordinada entre nazis, ultracatólicos, peluqueros de Ciudadanos, un grupo de WhatsApp de madres del AMPA, y una señora que le tiró una chancleta en 2006. Según la periodista, no se trata solo de una crítica, sino de un “ataque sistémico que utiliza la indignación de pantalla como excusa para perpetuar el odio hacia cualquier mujer que diga cosas sin pedir permiso”.
En un pasaje especialmente emocionante, Sarah afirma:
“He sido perseguida por periodistas, fascistas, fascistas disfrazados de periodistas, medios, pseudomedios, pseudoperiodistas, pseudoacosadores y un tipo con un disfraz de buitre que no sé muy bien qué representaba, pero estaba en mi portal gritando ‘libertad sexual para los crixs’”.
La declaración fue acompañada por una foto en blanco y negro de ella mirando al horizonte mientras sostiene una taza de té y el ejemplar de La Regenta que usa como pisapapeles.
El origen de la funa: una confusión, un clip y 8.000 pantallas rotas
A día de hoy nadie tiene claro qué fue exactamente lo que Sarah dijo en ese programa, pero eso no ha impedido a medio internet opinar con contundencia. Hay teorías para todos los gustos: que habló de libertad sexual en menores de edad cuando en realidad se refería a estudiantes universitarios, que usó el término “niños” de forma ambigua, que defendió que los adolescentes se descubran a sí mismos en lugar de repetir las frases de sus padres como si fueran loros fachas, o simplemente que respiró con acento feminista.
En un país donde un suspiro con enfoque de género puede acabar siendo calificado de incitación al delito, Sarah ha sido acusada de todo: desde adoctrinar a la juventud hasta controlar el clima, pasando por ser la autora intelectual de la extinción del VHS.
Lo curioso es que muchos de los que piden su dimisión o su exilio forzoso a Andorra no vieron el programa, ni el clip, ni entienden el contexto, pero han decidido que es más fácil insultar que leer. Un usuario de X (antes Twitter, ahora Campo de Batalla Digital) escribió:
“No sé qué ha dicho esa señora, pero seguro que está mal. Por si acaso, le he mandado una foto de mi perro defecando sobre la Constitución. Libertad de expresión, joder”.
El debate que nadie pidió: ¿tenemos derecho a no entender y aun así destruir?
La polémica ha abierto un melón interesante: ¿debería el derecho a la libre expresión incluir también el derecho a ser malinterpretado por gente que solo leyó el titular? ¿Debemos asumir que cualquier opinión medianamente matizada será triturada y reconfigurada por una IA de cuñados? ¿Es lícito exigir disculpas por cosas que no se han dicho pero que alguien imaginó en una resaca de odio?
El filósofo de guardia de RTVE, contratado por horas desde una facultad en ruinas, respondió a estas preguntas con una metáfora:
“Es como si alguien dijera que deberíamos enseñar a los adolescentes a gestionar sus emociones y automáticamente medio país entendiera que quiere montar orgías en primero de la ESO. Hay una cosa que se llama contexto. Y otra, comprensión lectora. A ambas las enterramos hace tiempo junto a la ESO de calidad.”
¿Y ahora qué?
A pesar de la avalancha de odio, Sarah no parece dispuesta a recular. En su última aparición pública —una storie en la que aparecía comiéndose un croissant de espelta mientras suena “Vivir así es morir de amor”—, dejó claro que seguirá defendiendo los derechos de los jóvenes, de los no tan jóvenes y de los que tienen nombres acabados en “x”.
“No pienso callarme”, dijo mientras una horda de comentaristas le pedía que se callara.
Mientras tanto, RTVE ha declarado que “probablemente no volvamos a invitarla, pero no por polémica, sino porque después del programa se comió todo el catering y se llevó dos sillas plegables”.
Conclusión:
Sarah Pérez Santaolalla ha sido, una vez más, víctima de una funa tan intensa como mal construida. Lo que empezó como una frase mal entendida terminó en un juicio popular retransmitido en directo por redes sociales, donde la verdad importa menos que el número de retuits. El país, por supuesto, ha aprendido la lección: la próxima vez, mejor no invitar a nadie con opiniones.
Porque en España, más que libertad de expresión, lo que hay es libertad de interpretación creativa y derecho inalienable a indignarse sin contexto.