Hay oficios que se heredan y otros que se inventan. Él nació en un barrio que no salía en los mapas pero sí en las discusiones de Facebook: un lugar donde las reuniones familiares podían acabar en dos bloques ideológicos y un par de tazas rotas. Su abuelo hacía botijos. Su padre también. Él, en cambio, decidió que el barro se moldeaba mejor en forma de tuits.
Nunca se supo bien su nombre, porque en internet usaba alias como “@RevolucionaBotijo”, “@CeramicaPopular_1936” o “@TerracotaLenin”. Pero su fama era real, muy real. Su especialidad: rastrear perfiles “fachos” y dejarlos en evidencia con la precisión de un arqueólogo emocional. Tenía una nariz especial para el fascismo en línea: le bastaban tres likes, un retuit, y un par de palabras como “orden”, “mérito” o “sano nacionalismo”, para dictaminar sentencia.
Cuando sus dedos bailaban sobre el teclado, no había ironía que se le escapara, ni contradicción que no supiera exponer con un meme. Sus seguidores —una tribu que oscilaba entre el activismo digital, el humor de asamblea y el eterno enfado— lo idolatraban. Lo llamaban “el botijero rojo”, aunque él jamás reveló su rostro.
Cada mañana, después de colar un café tan espeso como su resentimiento social, abría su portátil como quien abre una trinchera. Revisaba sus menciones, buscaba nuevas cuentas “sospechosas” y preparaba lo que él mismo llamaba su “ritual de escarnio progresista”: una serie de capturas de pantalla con flechas rojas, análisis lingüístico del tuit del adversario, un remate irónico, y finalmente un mensaje dirigido a sus seguidores:
“Ya sabéis lo que hay que hacer, compas.”
Y lo hacían.
Los denunciaban, los funaban, los exponían en hilos interminables donde alguien siempre encontraba una foto de 2009 con alguna frase que hoy sería considerada un crimen de odio por la academia de TikTok.
No era una vendetta: era una misión. Una cruzada ética, estética y política. Él se lo tomaba como un deber moral. Si no él, ¿quién? Si no ahora, ¿cuándo? Si no en Twitter, ¿dónde?
Sus enemigos eran de varios tipos. Estaban los fachos clásicos, los nostálgicos del orden, los de memes de tanques y banderas. Pero también estaban los fachos blandos: esos que decían “yo no soy ni de derechas ni de izquierdas”, “me gustan las ideas de todos” o, peor aún, “creo en el diálogo”. Esos eran, para él, los más peligrosos.
—Los tibios abren la puerta al fascismo con la sonrisa de un camarero —decía, mientras escribía hilos que hacían palidecer a más de un community manager.
Aun así, en lo profundo, algo faltaba.
En su mesa de noche tenía un botijo viejo, heredado de su abuelo. Lo miraba a veces, como quien mira una foto de un amor que ya no llama. El barro estaba agrietado, pero seguía goteando. Le recordaba que una vez, mucho tiempo atrás, trabajó con las manos. Que una vez moldeó formas con agua y tierra, no con odio y emojis.
Pero no podía parar. No ahora. Estaba en su mejor momento. Había logrado que una columnista liberal cerrara su cuenta. Había hecho llorar en Twitch a un influencer de derechas. Era invitado a la televisión publica, citado en hilos, alabado en stories. Ya no era un botijero. Era un símbolo. Una marca.
Hasta que cometió el error.
Una noche, tras dos cervezas artesanales y un hilo donde denunciaba las corrupciones de Pedro Sanchez, se topó con una cuenta ambigua: nombre neutro, foto de un gato, publicaciones que oscilaban entre lo progre y lo libertario. Empezó el análisis. Encontró una frase: “No todo el mundo que vota derecha es facha”. Le bastó.
Armó su hilo. Lo compartió. Pidió “justicia social y digital”. Y como siempre, sus seguidores respondieron.
Solo que esta vez, la cuenta en cuestión no era un cualquiera. Era el hijo —no binario, racializado, activista del ámbito cultural y becario de un programa de diversidad— de una figura muy querida del entorno progresista. La comunidad se dividió. Algunos lo defendieron. Otros, los más jóvenes, lo acusaron de “autoritarismo ciego”, de ser “el Stalin del scroll”.
Lo empezaron a llamar “funador serial”. Después “tóxico político”. Hasta que llegó lo inevitable: una cancelación desde su propio bando.
Lo denunciaron por acoso digital sistemático. Le cerraron la cuenta. La nueva política de plataformas —con su equilibrio burocrático entre libertad de expresión y salud mental— lo expulsó sin derecho a réplica. Intentó volver con otras cuentas. Fue detectado y baneado. Nadie quiso retuitearlo. Algunos lo defendieron en silencio, como a los tíos incómodos en Navidad.
Pasaron semanas. Los hilos desaparecieron. Sus memes se olvidaron. Su nombre se diluyó entre nuevos escándalos y virales. Twitter ya no era Twitter. Su lucha era ahora un recuerdo que apenas merecía un sticker.
Y entonces, volvió al barro.
Al principio solo por terapia. Luego, por necesidad. Había perdido sus ingresos de Patreon y Ko-fi. Vivía en un pueblo sin fibra, donde la conexión a internet dependía del viento y el humor de una antena rural. Allí, entre gallinas y silencio, volvió a hacer botijos. No para vender. Para no enloquecer.
Un día, en la feria local, alguien se le acercó:
—Este botijo tiene una forma rara… ¿Es un mensaje?
Él sonrió.
—Puede ser. A veces el barro dice cosas que las palabras ya no pueden.
Hoy vive tranquilo. A veces escribe en un cuaderno. A veces habla con las cabras. A veces mira su viejo portátil y se pregunta si todo aquello fue un sueño colectivo.
En sus botijos, si uno mira con lupa, se lee una inscripción discreta:
“El barro también resiste.”