Madrid — El nuevo anteproyecto de Ley Antitabaco, aprobado esta semana por el Consejo de Ministros, ha desatado un intenso debate social tras conocerse una de sus más sorprendentes excepciones: en España no se podrá fumar en terrazas de bares ni en parques infantiles, pero sí en el patio de una prisión de alta seguridad.
La paradoja no ha tardado en viralizarse: miles de usuarios en redes sociales se preguntan cómo es posible que un ciudadano libre no pueda encender un cigarrillo al aire libre mientras un recluso, condenado por delitos graves, sí goza de esa posibilidad dentro de una institución penitenciaria. El Ministerio de Sanidad ha justificado la medida alegando que la prohibición en las cárceles sería “imposible de aplicar sin alterar la paz penitenciaria” y que “la salud pública no puede imponerse en contextos de privación de libertad donde ya existen severas limitaciones”.
La explicación, lejos de calmar los ánimos, ha encendido todavía más la indignación: colectivos hosteleros y asociaciones de vecinos denuncian que “el preso de Soto del Real tiene más derechos respiratorios que un cliente de cañas en Lavapiés”.
Una vigilancia sin precedentes
El aspecto más llamativo del anteproyecto es el dispositivo de vigilancia masiva sobre los fumadores. Según ha trascendido, el Gobierno prepara la implantación de pulseras telemáticas para fumadores registrados, muy similares a las que se utilizan para el control de penados en arresto domiciliario.
Estas pulseras estarán equipadas con sensores de nicotina capaces de detectar humo en el ambiente y enviar alertas en tiempo real a una central de control. El sistema, bautizado como Plan Respira Seguro, incluye además geolocalización permanente para verificar si un fumador se encuentra en zonas de exclusión (terrazas, paradas de bus, estadios, parques infantiles).
Un portavoz del Ministerio de Interior explicó que el objetivo es “garantizar el cumplimiento de la ley con la menor carga policial posible”, ya que las patrullas no podrían vigilar de manera física todas las terrazas y marquesinas del país. Las sanciones se aplicarían de forma automática: si un fumador encendiera un cigarrillo en un área prohibida, la pulsera emitiría un pitido de advertencia y, en caso de reincidencia, notificaría directamente a Hacienda para el cobro inmediato de la multa.
Críticas de expertos y asociaciones
La Sociedad Española de Medicina de Familia ha aplaudido la ambición de la norma, aunque ha señalado que “resulta chocante que se expulse al fumador de los bares pero se le permita seguir fumando en un patio penitenciario compartido”. Por su parte, asociaciones de juristas advierten que el sistema de pulseras podría colisionar con derechos fundamentales como la intimidad y la libre circulación.
Desde el sector de la hostelería, el malestar es mayúsculo. “Es absurdo que un preso tenga más facilidades para fumar que un turista alemán en la terraza de la Rambla de Barcelona”, ironizó el presidente de la Confederación Española de Hostelería. Además, alerta de que la vigilancia electrónica “criminaliza al fumador social” y puede ahuyentar clientes en un momento de incertidumbre económica.
Paradójicamente, los sindicatos de prisiones se han mostrado satisfechos con la excepción carcelaria: “Si quitamos el tabaco, nos enfrentamos a motines diarios. Es más fácil vigilar un mechero que contener a 300 internos desesperados”, declaró un portavoz de funcionarios penitenciarios.
Escenarios distópicos
Aunque la norma todavía debe pasar por el Congreso, ya se barajan escenarios de implementación. Entre ellos, un Registro Nacional de Fumadores, con expedientes electrónicos en los que figurarían historial de consumo, multas acumuladas y geolocalizaciones recientes. Los defensores aseguran que “será una herramienta de salud pública de vanguardia”, mientras que los críticos lo describen como “una distopía de manual en la que los fumadores serán ciudadanos de segunda bajo vigilancia perpetua”.
Algunas empresas tecnológicas, como proveedores de wearables, ya se han mostrado interesadas en suministrar las pulseras. Un directivo de una multinacional afirmó que el proyecto supone “la oportunidad de convertir a España en pionera mundial en el control digital de hábitos insalubres”. Incluso se ha propuesto que las pulseras puedan integrarse con relojes inteligentes y aplicaciones bancarias para descontar automáticamente el importe de las sanciones en la cuenta del infractor.
Un país dividido entre humo y control
En las calles, la medida genera más dudas que certezas. Los no fumadores celebran que las terrazas queden libres de humo, pero no entienden que la cárcel se configure como un “paraíso tabacalero”. Los fumadores, por su parte, se sienten perseguidos: “Primero fueron las cajetillas con fotos de pulmones, luego la subida de precios, ahora nos ponen pulseras… dentro de poco fumar será delito de terrorismo”, se queja un vecino de Valencia.
Mientras tanto, los presos entrevistados por diferentes medios reconocen con sorna que la nueva ley les coloca en un lugar privilegiado: “Nunca pensamos que perder la libertad nos daría más libertad para fumar”, bromeó un interno de la prisión de Albolote.
Conclusión
La nueva Ley Antitabaco promete ser una de las más restrictivas del mundo y, a la vez, una de las más polémicas. La contradicción entre terrazas y cárceles, sumada a la sombra de la mega vigilancia tecnológica, dibuja un escenario en el que España se convierte en laboratorio de políticas sanitarias extremas.
Lo que para unos es un avance histórico contra el tabaco, para otros es el inicio de una sociedad en la que los fumadores portarán una “tobillera digital” y donde la única isla de libertad para encender un cigarrillo será, paradójicamente, el patio de una prisión de máxima seguridad.